domingo, 12 de octubre de 2008

Mi DaBar...

En esta sección incluyo mi DaBar: las palabras, los escritos, los pensamientos que plasmo cuando la palabra urgente y necesaria se escapa de mí..

Todos los apellidos son “machos”

No sé por qué razón, ya desde niña, siempre me ha nacido rechazar espontáneamente cualquier intento de imposición patriarcal sobre lo que soy y lo que hago. Habrá quien diga que toda esa rebeldía podría deberse al haberme críado y crecido entre varones, sin ningún otro referente femenino en mi hogar que no fuera mi madre. Ser hija única mujer entre cinco varones (si sumo a mi padre), esto sin contar todos los primos varones y vecinos de mi calle con quienes jugué de pequeña, pareciese que me fue adiestrando para enfrentar este mundo dominado por hombres, no sin grandes conflictos y luchas.

Pero creo que el asunto no está tan claramente definido. Conozco muchas otras tantas mujeres que, como yo, se han criado entre varones sin haber desarrollado el más mínimo nivel de conciencia feminista. Por otro lado, ¿cómo explicar que una niña ya sea feminista a los siete años (más en práctica que en teoría, por supuesto), sin haber sido formada ni concienciada en lo más mínimo en cuanto a sus derechos de mujer se refiere?

Lo cierto es que ya desde niña consideraba muy injusto que mi madre tuviera que hacer ella sola las tareas de la casa, mientras mis hermanos se arrallanaban en el sofá para ver televisión, a comer y a ensuciar todo, cual marranos de porqueriza. (Pero dice el refrán que “hay que vivir para ver”. Sí, ver como hoy, ya casados, se ven obligados por sus esposas a limpiar y a recoger, hasta pasar la lengua, las cosas que nunca quisieron limpiar y recoger mientras vivieron amamantados en la casa paterna).

Mi madre, por su parte, sin ningún nivel de conciencia feminista, más por falta de educación y formación en esa área, que por un solapado machismo femenino, no sembró en mí la semilla de la justa rebelión, al menos directamente. Ella hacía lo que creía que tenía que hacer, por ser mujer y por haberse casado para toda la vida con un buen hombre, pero machista y paternalista al fin, buen católico en todos los sentidos, criado, a su vez, por una mujer con la misma mentalidad y visión de mundo que mi madre.

Algo muy bueno tuvo mi madre al criarme, aunque sé que muchos y, lamentablemente, muchas pensarán que es un disparate: no me obligó nunca a hacer nada en la casa. No. Mientras yo sabía de compañeras de escuela a quienes sus madres golpeaban si no fregaban, planchaban, cocinaban o limpiaban, mi madre se mantuvo impasible ante mi huelga inconsciente de brazos caídos. Debo aclarar, además, que mi madre no era ni ha sido nunca una mujer muy amante de la limpieza y el orden; tal vez esto contribuyera enormemente a su inalterable comportamiento ante mi sublevada “pereza” cotidiana. Tampoco, ¡gracias a Dios!, tuve que asistir ¡jamás! a una diabólica clase de Economía Doméstica, en la cual se adoctrinaba a mis contemporáneas acerca de lo que es y hace una verdadera mujer que quiera “casarse bien” y hacer “feliz” a su futuro marido.

Más tarde, cuando crecí y maduré fue inevitable mi colaboración con las tareas de la casa. Pero me enorgullece afirmar que mi participación solidaria fue producto de una toma de conciencia que brotó de la madurez y del respeto hacia la dignidad de la persona, que en este caso era mi madre, y no motivada por una imposición violenta desde arriba, como fue el caso de mis coetáneas. Imposición ejercida por mujeres muy machistas, a veces más que algunos hombres.

Para aquel entonces, mi madre firmaba los documentos oficiales añadiéndole una cola humillante a su primer apellido: Juanita Reyes de Rivera. Y, entonces, un día le vino con el cuento a mi madre, una tía política mía, (muy mandona, por cierto, y muy dominante, que es lo mismo que decir muy machista), que ella no era de nadie, que eso de ponerse la bendita preposición de pertenencia luego del primer apellido era muy “machista”. Entonces yo, entrometida como siempre, presentá como siempre, habladora como siempre, me metí en la conversación a la que nadie me había llamado, pero a la que por mi ya desarrollada conciencia feminista, me sentía interpelada a inmiscuirme, por aquello de no guardar el mítico silencio ancestral femenino, y le pregunté a mi tía, la política, cómo firmaba ella. Entonces, yo, que esperaba saber, por fin, cómo firmaba una mujer emancipada, me desinflé cual globo de circo pinchado por un sangrigordo niño malcriado, al escucharla decir que ella, que era González, había usurpado, bocabaja y servil, mucho más sometida que mi madre, el apellido de su marido, hermano de mi madre, a la hora de plasmar su preciosa firma. Y lo decía, ¡Dios mío!, llenándose la boca, como si estuviera diciendo la gran cosa, como si su discurso fuese un manifiesto de la vanguardia feminista más comecandela y furibunda.

Hoy recuerdo esta anécdota con tristeza y se me despierta nuevamente la gran desilusión que sentí en aquel momento, puesto que en estos días se da un fenómeno similar. Muchas personas, hombres y mujeres, más mujeres que hombres, (sobre todo quienes en busca de una mejor educación, a veces, o con el deseo de conocer mundo y evolucionar, otras, se van a estudiar allende los mares caribeños hacia el Atlántico imperial anglosajón), han adoptado una nueva forma de escribir sus hispanos nombres.

Esta novedosa forma de declarar su identidad ante el mundo tiene como raíz una noble motivación con la que, a pesar de su noble intención, no comulgo. Sus propulsores desean dar a sus madres el valor de igualdad y dignidad que, desde su génesis, ha buscado todo el movimiento feminista para todas las mujeres del Planeta. Para ello escriben su nombre junto a sus dos apellidos unidos por un nórdico guión. La idea que hay detrás es la de hacer visibles a sus madres y todo lo que ellas significan en sus vidas, a través de la escritura del “apellido de esta”.

Como en la cultura estadounidense, que de liberal, democrática e igualitaria tiene lo que yo de “macho”, el “apellido de la madre” se pierde para efectos de uso oficial, los nobles misioneros feministas intentan salvar de la invisibilidad a sus madres, pegoteándole al apellido del padre, “el de la madre”, con un guión. Este guión se usa en los Estados Unidos en ciertos apellidos que, siendo uno solo, se dividen en dos.

Pues bien, que me perdonen los misioneros y misioneras feministas, pero eso del guión y los apellidos es puro cuento. De reivindicación feminista no tiene ni la surrapa. Mis apellidos son Rivera y Reyes. Rivera por mi padre y Reyes… ¿por mi madre? No. Por mi madre, no. Reyes era mi abuelo materno (por eso mi madre es Reyes) y su papá, que era mi bizabuelo, y su papá, que era mi tatarabuleo, y así ad infinitum… O sea, que lamento mucho destrozar sus utópicos sueños, pero todos los apellidos son machos masculinos. ¡No hay escapatoria por más guiones o signos ortográficos que les pongamos!

Pienso que para nosotras, las autoproclamadas o las etiquetadas feministas por los demás, es duro pensar que no hay salida. Sin embargo, cuando estuve redactando mi tesis de maestría acerca del lenguaje no sexista en el español de Puerto Rico, me topé con un libro sumamente interesante sobre el lenguaje, el patriarcado y el feminismo. Se titulaba Speaking Freely: Unlearning the Lies of the Father’s Tongues. Cuando comencé a leerlo me llamó la atención el testimonio de la autora acerca de su apellido. Decía esta feminista estadounidense que, puesto que todos los apellidos eran de hombre, ella había optado por inventar un nombre y un apellido para ella. Su nombre original no lo recuerdo ahora, pero su nuevo nombre era Julia Penelope. Y Penelope, con algún tipo de simbología que ahora tampoco recuerdo.

Sería interesante iniciar una campaña de planificación lingüística dirigida a este fin. ¡Caos, desconcierto, gritos, angustia, desesperación, blasfemia, herejía, hogueras y brujas quemadas! Ya me parece escuchar y ver a todos esos hombrotes indignados por semejante osadía femenina. Ya me imagino a los curas, monseñores y obispos pegando el grito en el cielo del dios pequeño que han creado, rasgándose las vestiduras, convocando a marchas, piquetes y manifestaciones para, cual cruzada descaradamente anacrónica, hacerle frente a las huestes de las insurrectas Juanas de Arco y brujas de Salem de la ultraposmodernidad que intentan robarles las paz y la armonía a los benditos hogares cristianos que ellos intentan pastorear.

¡Se imaginan qué pasaría si, a partir de mañana, todas nosotras decidiéramos cambiar nuestros apellidos por unos más creativos, menos patriarcales, más solidarios, más simbólicos, que dijeran más acerca de lo que somos o queremos ser como personas libres y pensantes! Sería un experimento muy interesante. ¿Qué tal si me llamara Libertad del Viento o Bendita Lluvia de septiembre?

14 de octubre de 2008

Carolina, Puerto Rico

2 comentarios:

Isabel Batteria dijo...

La vaina de los apellidos con guión también encierra un asunto que yo considero racista en los Estados Unidos. Pero eso es otra habichuela dentro de la vaina.

A Axel y a mí nos encantó esta reflexión.

Fuentes dijo...

Excelente artículo Patria. Yo como tú fui una rebelde en mi casa (nunca le planché una camisa a mis hermanos pq ellos eran mas grandes y fuertes que yo, como que le iba a planchar, a mi padre sí, pero no por ser hombre sino por ser mi padre. Nada seguiremos en la lucha.