Pena de muerte: ¿justicia o venganza?
Como muchas personas sabrán, el año pasado, el Sr. Ángel Nieves, confinado puertorriqueño en los Estados Unidos, fue ejecutado mediante inyección letal tras habérsele dictado sentencia de muerte en el estado de la Florida. Dos semanas después, el ex presidente de Irak, Saddam Hussein, fue “ajusticiado” en la horca luego de largos meses de juicio en su contra por crímenes de genocidio en su patria. Su ejecución fue morbosamente grabada y transmitida a través de la televisión y de la Internet. La prensa informó acerca de la muerte de algunos niños quienes, luego de haber visto la transmisión del ahorcamiento, repitieron la escena con el mismo destino que el dictador iraquí.
Quienes vivimos (¿o sobrevivimos?) en el mundo de hoy, en este “valle de lágrimas”, en esta selva (cada vez más gris y menos verde) donde prima la ley del más fuerte, asistimos día a día a la puesta en escena de un holocausto. Diariamente observamos, gracias a los más modernos medios de comunicación social, cuyo oficio se ha convertido en estrujarnos en la cara y hasta el hastío la agresividad y la violencia de la que nadie escapa, la aparición en nuestras pantallas de torturas, guerras, genocidios, violaciones, secuestros, y asesinatos de ¡tanta gente inocente!
Ante este dantesco panorama mundial los comentarios que espontáneamente nos surgen no son nada compasivos. Yo misma me doy cuenta como, casi inconscientemente, me uno al inmisericorde coro de voces que no hace más que montarse, cual montaña rusa, en una espiral de violencia, como la llamó Hélder Câmara, que sólo logra perpetuar el odio y la venganza. Por eso siempre he admirado profundamente al Lic. Enrique Ayoroa Santaliz, quien tras el asesinato de su hijo y frente a su féretro, reafirmó su oposición a la pena de muerte afirmando que perdonaba a quienes ese día le arrancaban el corazón.
Muchos podrían ser los argumentos a favor de la pena capital: que alguien así es un monstruo que no merece vivir, que le sale muy caro al estado tener a alguien en prisión tanto tiempo, que esto servirá de escarmiento para otros, que es un mal menor, etc. Todos ellos motivados por sentimientos de ira y venganza que sólo logran acrecentar el dolor de la pérdida y nos va reduciendo cada vez más a nuestra naturaleza puramente animal.
Otras personas, aquellas que apostamos por la vida, podríamos rebatirles aduciendo que dicha ley se presta para perseguir y fabricar casos a personas “indeseables”; o que más bien, podría resultar que, al final, el convicto fuera inocente y entonces tendríamos que cargar sobre nuestras conciencias con su muerte. Y aunque estos son argumentos válidos, yo deseo trascenderlos.
Soy cristiana y mi oposición a la pena de muerte no se fundamenta, simplemente, en argumentos de una lógica que más bien se apoya en la presunta inocencia del sentenciado. Mi oposición a la pena de muerte nace del Evangelio de Cristo; es decir, de Cristo mismo. Aquél que creyó firmemente en la bondad esencial de cada ser humano y en la posibilidad real de su conversión. Como cristiana estoy llamada a apostar por la vida, por la mía y por la de cada ser humano, por más crímenes horrendos que haya cometido. Me siento invitada a tender una mano y una sonrisa de apoyo y de confianza que transmita, sin palabras o con ellas, un “creo en ti” a quienes, llenos de enormes heridas profundas intentan también, a su modo, hacer “justicia”.
La pena de muerte no es una ley justa, es una ley vengativa que intenta hacer recaer la justicia sobre un ser humano que, seguramente, nunca supo lo que era un abrazo o un beso de amor; que tal vez, jamás recibió una palabra de aliento, un “Te amo”, un “Tú puedes”. Alguien que quizás sólo recibió golpes e insultos, voces negativas que lo estuvieron atormentando toda su vida y a las que sólo supo acallar con un golpe o un disparo. Más que clamar por venganza, disfrazada de justicia, deberíamos unir nuestros esfuerzos para transformar las cárceles en verdaderos centros de rehabilitación que ayuden a la persona a trabajar con sus heridas y con las voces del pasado que las impulsan a cometer estos delitos.
La pena de muerte es una ley poco civilizada para un siglo XXI plagado de tantos adelantos científicos y tecnológicos, pero más aún es una ley antievangélica. Es el grito postmoderno del “ojo por ojo diente por diente” milenario que incoherentemente aprobamos mientras recibimos la comunión dominical en la mesa de la solidaridad y la fraternidad. Es la irónica ley que aplica una nación que se hace llamar cristiana, mientras continúa imprimiendo monedas que rezan en una de sus caras: “In God We trust”. (¿Creerán en el mismo Dios de Jesús?)
A mí todo esto me hace recordar una novela que leí hace ya muchos años y cuyo final me impactó profundamente. Clara, quien relata la historia de La casa de los espíritus de Isabel Allende, ha sido violada por el Coronel Esteban García, su tío, quien a su vez es fruto de una violación: la del abuelo de Clara sobre una mujer campesina. Clara, escribe en sus cuadernos: “Me será muy difícil vengar a todos los que tienen que ser vengados, porque mi venganza no sería más que otra parte de un rito inexorable. Quiero pensar que mi oficio es la vida y que mi misión no es prolongar el odio…” Como Clara, es mi deseo hacer de la vida, mi oficio, y mi misión, el amor misericordioso de Dios que sigue creyendo en el ser humano a pesar de todo…
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